Cyrulnik, científico, investigador y escrutador de pacientes, defiende a ultranza el valor de la desdicha y de la desgracia. Podría haberle influido su pasado de superviviente en Auschwitz y el exterminio de sus familiares en el campo de concentración, pero las conclusiones de su teoría (y de su práctica) provienen de haber encontrado en el antídoto del afecto la clave que mejor mide y condiciona el comportamiento humano. Es una manera de relativizar la importancia de la herencia genética -aunque tenga su influjo- y de comprender nuestro cerebro como una materia sensible a la modelación exterior. No sólo en los periodos cruciales (niñez y adolescencia). También cuando desembocamos en la vejez, se apagan los sentidos y «jugamos al ajedrez con las últimas piezas del tablero».
Sirva este aforismo de Anne Freud para subrayar la formación psicoanalítica de Cyrulnik, aunque los hallazgos científicos del profesor francés se derivan de un ejercicio multidisciplinar que ha cuajado en muchas de sus obras anteriores (La maravilla del dolor, Los patitos feos y El murmullo de los fantasmas). Hemos venido a entrevistarlo a su casa familiar de La Seyne (este de Marsella). Aquí se instaló hace 20 años para escuchar el mar, ordenar la biblioteca, desordenar los símbolos religiosos y destronar la televisión en beneficio de un piano vertical donde reposa una partitura con los estudios de Chopin.
La primera sorpresa de su libro es que usted relativiza la importancia de la genética.
-Existe una relativa desigualdad de orden genético. Nuestra tristeza o nuestra alegría están relacionadas con la producción de la serotonina, un antidepresor natural que los humanos segregamos en mayor o menor cantidad de acuerdo con nuestra naturaleza. No todos reaccionamos igual cuando vemos una bonita escena de una película, pero esa diferencia es menos esencial que el impacto de nuestro entorno.
¿Hasta qué extremo es determinante, entonces, el entorno?
-El cerebro es un fenómeno continuo. Se construye, también, como resultado de las relaciones, del contexto cultural y, ante todo, de las experiencias afectivas de nuestra vida. Todas ellas influyen en la anatomía misma del cerebro. Le pongo como ejemplo mis trabajos en los orfelinatos de Rumanía. Allí pude visitar niños enfermos que sufrían una atrofia cerebral, de manera que habían sido abandonados. Cuando la ecuación es exactamente al revés: porque fueron abandonados y carecían de afecto, padecieron la atrofia cerebral. Nuestros circuitos neuronales se forman de manera espectacular en los primeros cuatro años de vida. Y es entonces cuando los afectos son claves porque es el periodo de mayor plasticidad cerebral. Hasta el extremo de que ya entonces se forja una sensibilidad preferencial respecto a los acontecimientos del mundo exterior.
Ahora bien, usted sostiene que un mapa genético adverso y un contexto infantil difícil tampoco condenan a la persona. Su caso sería un ejemplo viviente.
-No sé cómo era mi cerebro. Imagino que estaba atrofiado, que funcionaba mal. No tuve cerca a mis padres, como usted sabe. Estuve en prisión, no fui al colegio, pero luego encontré personas que me acogieron y me arroparon. La realidad es que el cerebro humano tiene la capacidad de recuperar su desarrollo. Muchos niños con problemas se han repuesto de sus heridas precisamente porque el cerebro ha podido remodelarse en un nuevo contexto afectivo propicio. Al contrario, muchos niños superprotegidos, han caído en la depresión y se han convertido en débiles.
¿Cómo explica este segundo fenómeno?
-Los niños arropados, mimados, superprotegidos no superan las heridas de la vida. No están lobotomizados clínicamente, pero carecen de seguridad en la medida en que nunca han sido expuestos al dolor, a la tristeza, al sufrimiento. Es necesario que el niño conozca el miedo para que pueda superarlo. Privarlo de él es una manera de convertirlo en vulnerable. Marcuse decía que había que cumplir con todos los deseos de los niños para preservarlos de la neurosis. Estamos seguros ahora de que es un error. Los niños protegidos viven en una prisión y son incapaces de afrontar las cosas por sí mismos. Sufren tantos daños como los abandonados. Y la culpa es de los padres. Con su mejor intención tratan de arroparlos, pero consiguen un resultado exactamente opuesto.
Este punto de vista nos lleva a su teoría y a su práctica de la relación indisociable entre felicidad e infelicidad.
-La infelicidad y la desgracia son la condición humana misma. Los políticos prometen suprimirlas, pero es una estupidez. Pongamos como ejemplo nuestra llegada al exterior. Somos mamíferos acuáticos que entramos en el mundo llorando, muertos de frío, aturdidos por el ruido, cegados por la luz externa. El llanto es la expresión de un primer sufrimiento. El niño busca en la madre el refugio. ¿Qué necesidad tendría de ese refugio si se encontrara bien? Nos desarrollamos en función de la superación de los miedos y los sufrimientos. La felicidad no es escapar de ellos, sino afrontarlos y superarlos. Igual que apreciamos el agua cuando tenemos sed, percibimos la felicidad cuando hemos experimentado con anterioridad la tristeza. Es un fenómeno de alternancia, como la respiración. Uno tiene que sufrir para ser feliz. La felicidad no es lo opuesto al dolor. Sin dolor nuestras vidas serían vacías, irrelevantes. Se trata de una realidad que puede explicarse desde el punto de vista psicológico y desde el punto de vista neurológico. Hay placer en el dolor y dolor en el placer, sin que lleguemos al límite del masoquismo. Cuando sobreestimulamos el área del placer, terminamos estimulando el área del dolor. E igualmente ocurre al revés. La ausencia de dolor podría decirse que es una patología. Pero no es un problema sólo de sensaciones, también de la representación.
¿Puede explicarse?
-Es nuestra percepción del mundo la que concede sentido a los términos felicidad e infelicidad. Depende de cómo se haya configurado mi sistema de representación en la infancia y de cómo haya influido el contexto cultural y el entorno. Le cuento una pequeña fábula de tres picapedreros que trabajan en la misma cantera. Uno se lamenta porque se cansa y hace un trabajo mecánico. Otro más apacible agradece que ésa sea la manera de ganarse la vida. Y el tercero trabaja feliz, eufórico porque piensa que está construyendo una catedral. El gesto es el mismo en los tres casos. El significado del gesto les diferencia tal como sucede en su manera de metamorfosear la realidad. Las palabras y las representaciones de ellas tienen una influencia biológica. Desde las novelas y el cine hasta las palabras del chamán y del sacerdote. Hoy en día proliferan en el mundo las sectas y las ideologías extremas porque ofrecen a las personas frágiles una respuesta de seguridad. Les ocurre a los terroristas, ensimismados en la acción, en su fraternidad, en su éxtasis. Es como una bomba de relojería porque esa euforia les sustrae del mundo real. Y cuando se topan con él ya no hay arreglo. El mismo dolor les espera a quienes se encomiendan a las sectas. Primero viene la luna de miel, después la caída al abismo.
Nada que ver con Dios, un ansiolítico supremo, ¿no?
-El efecto psicoafectivo de la creencia y de las religiones puede comprobarse científicamente. Las emociones de la fe atenúan el dolor. Los creyentes sufren menos que los no creyentes. Incluidos los problemas cardiacos, los cánceres. Rezar, científicamente, produce más ondas alfa, es decir, que los índices biológicos del estrés desaparecen. Se trata de una aproximación a la religión en clave ligera, desprovista de dogmas y de fundamentalismo. Dios funciona en ese caso como una representación benefactora. No soy su prisionero ni ejerce sobre mí ninguna esclavitud. Me tranquiliza. Nada de dioses coléricos ni vengativos. El ser humano necesita una base afectiva que le dé seguridad y un mundo exterior capaz de estimularlo.
¿Qué es la resiliencia?
- En términos físicos, la capacidad de un cuerpo para resistir un choque. En términos sociales es la capacidad que tenemos para desarrollarnos positivamente delante de una adversidad. Gracias a la resiliencia podemos unir las partes de la personalidad que fueron destrozadas por un trauma. Hay que saber cómo se impregnaron dentro de la memoria, cuál es el significado del trauma para cada uno y cómo nuestros allegados y nuestra cultura colocan alrededor de la persona herida los recursos externos que permitan retomar un desarrollo. La memoria y la idea que uno tiene de sí mismo son los lugares donde se encuentra la resiliencia. Un trauma se inscribe dentro de la memoria biológica y deja en ella huellas profundas, una especie de impronta en el cerebro. Sin olvidar que muchos acontecimientos sociales forman parte de nuestra autobiografía. Todos sabemos dónde estábamos el 11-S. Ninguno se acuerda de dónde estaba dos días antes.
Entrevista de Rubén Amón.
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